Un día se conocieron. Otro día se enamoraron. Y otro día más se comprometieron.
Después, como mandaba la tradición, se casaron y tuvieron hijos y vivieron.
Yo no los conocí nunca, salvo por algunas cosas que contaba la hija en el trabajo.
Hasta hoy.
Hoy, día de Santa Rosa, ellos cumplieron 51 años de compromiso.
Y entonces pude ver a un señor que acariciaba el rostro de su compañera de vida con inmensa ternura. Era increíble ver la manos de ese hombre, manos nudosas, torpes, viejas, volverse gentiles al contacto de sus mejillas blancas.
La miraba, no, la estudiaba, casi la memorizaba. Seguramente a sus ojos cada arruga escondería una sonrisa, una lágrima, un gemido ahogado, una discusión, un reencuentro, vaya uno a saber.
Cariñosamente y con cuidado le apartaba algún cabello suelto de la frente y le acomodaba alguna puntilla del cuello, siempre sentadito firme a su lado, acompañandola, como desde hace 51 años.
Odio conocer gente en las casas de sepelio.
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