Hay días en los que la cabeza se me llena de preguntas.
Preguntas de esas que pueden disparar discusiones infinitas.
Preguntas llenas de porqués y de cómos.
Preguntas que mezclan a Darwin, con Hawking, con el Evangelio, con las clases de catequesis de la secundaria, con este miedo a no llegar al final, con la fe de misa y procesión de las abuelas, con la esperanza de guitarras y cancioneros de los más jóvenes, con la bronca contra un cura que no quiso confesar a mi papá porque "ya se terminó el turno-vuelva mañana", con los mormones que los últimos días le leían la Biblia a mi abuelo analfabeto, con los evangelistas que salen muy convencidos los sábados a la mañana a tocar el timbre y misionar, con los que se cambian de iglesia por amor, con los pecados cibernéticos, con la ostentación y la miseria, con las mojitas que viven enclaustradas rezando y las que se embarran hasta la cabeza para ayudar.
Y en esos días busco y busco respuestas.
Respuestas parciales.
Respuestas que me ayuden a ordenar mi cabeza.
Respuestas que me saquen esta bronca-angustia-dolor que me agarra contra la Institución Iglesia, y me dejen de vuelta con esa fe inocente, blanda, abrigada que tenía a los 14 o 15.
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