Hoy me senté en el auto y manejé hasta la playa.
"Tenés apenas media hora entre clase y clase, el viaje de ida y vuelta insume unos 20 minutos así que te quedan 10 minutos escasos para estar ahí", me dijo la voz de mi conciencia.
Me importó tres carajos, igual puse primera y arranqué.
El cielo tenía ese color gris oscuro mezclado con un par de gotas de violeta y un suspiro cortito de blanco. El mar estaba planchadito, muy despacito se le enrulaban las orillas. Se veía verde luminoso, como si en el fondo hubiesen enchufado un reflector. Por el canal venía navegando despacito un mercante cerealero, gordo y blanco; se lo notaba con hambre, traía la línea de flotación bien alta. Me bajé y sentí el crishcrishcrish de la arena abajo de mis mocasines. Allá lejos en el fondo, cerca de la Isla Verde las nubes se desflecaban en hebras desprolijas y de vez en cuando aparecía un rayo hundiéndose en el agua. Los truenos no se escuchaban muy fuertes y apenas se sentía el viento. Cerca del parador dos hombres tomaban mate y custodiaban sus cañas de pescar. Hubiera querido acercame a una de las piedras grandes, para levantarla y espantar cangrejos, pero no tenía un par de zapatos extra y había mucho barro. Un cuis se asomó a tres metros pero como yo estaba tan quietita, con mis brazos cruzados y mi sonrisa de agua, enseguida empezó a masticar pastitos.
"Al toque del timbre tenés que estar en la escuela, acordate que hoy empiezan con el temita de los stenciles"", me susurró mi conciencia tocandome el hombro con un dedo frío.
Crishcrishcrish hicieron mis mocasines por la arena. Me subí a la camioneta, miré el cielo gris-violeta, los flecos de lluvia, el mar verde, el barco gordo con hambre, los pesacadores con su mate, puse primera y manejé hasta la escuela.
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