martes, 10 de febrero de 2004

la parca

Mi primer muerto fue a los 9 años. No, miento, en realidad mi primer muerto fue a los 3 años y fue mi abuelo paterno, que murió en Rosario. Al velorio fue solamente mi papá y de allá se volvió con una pelea amarga con su mamá y sus hermanas que duró toda mi memoria. Pero eso es otra historia.

El segundo muerto en orden cronológico pero el primero real y visible para mí fue sí cuando tenía 9 años.
El papá de M., una compañera de la escuela, era dibujante técnico aunque a veces nos dibujaba monigotes para entretenernos mientras tomábamos la leche a la merienda. Yo siempre lo veía como un señor muy muy viejito, en realidad tenía 47 años pero para mí tenía más pinta de ser el abuelo que el papá de M. Un día en quinto grado (o era en sexto?) vino la maestra a decirnos que el papá de M. estaba muy enfermo y que teníamos que rezarle mucho a Dios para que se mejorara. La escuela donde iba era católica y mi cerebrito altamente influenciable había recibido altas dosis de doctrina religiosa, así que yo creía fervientemente en que si me portaba bien, iba a misa y rezaba mucho entonces nada malao pasaba y tenía asegurado un puestito en el Cielo. Demás está decir que aparte de las cadenas de oración que hacíamos en la escuela yo en mi casa rezaba mucho a la noche para que el papá de M. se mejorara y pudiera seguir consiguiéndonos esas piedritas cuadradas de mármol blanco para la payana.
Un día apareció en el aula la directora. Es raro cómo se fijan en la memoria ciertos detalles absurdos de momentos así. Yo te puedo describir perfecto la cartuchera que tenía mi compañera de banco ese día que doña Norma nos dijo: "Acaban de llamar del hospital, el papá de M. falleció hace una hora".
En mi cabeza no había lugar para otra pregunta que no fuera "por qué?" Me daba vueltas y vueltas hasta marearme: por qué por qué por qué por qué Fue mi primera bronca con Dios, mi primer desengaño, el primer palo en mi fe. Me sentía traicionada, como si todo lo que habíamos rezado y pedido no hubiera servido de nada, como si todo lo buena que era M. que siempre te prestaba las cosas y te regalaba los mapas calcados con plumín que le hacía el padre no sirvieran a cuenta de evitarle los malos momentos. por qué por qué por qué por qué
Al otro día a la mañana y en fila desde la escuela, metidos en el uniforme azul fuimos al velatorio. Mi mamá no me quería dejar ir, tenía miedo que me impresionara. Tarde má, la impresión ya estaba impresa. Una vez ahí estaban las chicanas entre los compañeros para ver quién se animaba a entrar a la "capilla ardiente" y quién era un miedoso que arrugaba frente a un muerto. Y yo no iba a dejar que me cacarearan como hacían con los otros. Así que entré y me paré al lado de la mamá de M., al ladito del cajón.
La mamá de M. hablaba y hablaba, decía que había adelgazado porque mirá cómo le queda holgada la camisa, si hasta los zapatos le quedan flojos como si se le hubieran achicado los pies y que por lo menos así ya no se quejaba de los dolores y había mucha mucha gente y el aire era pesado y lleno del olor de las coronas y esos dos cirios amarillos en la punta que se hacían cada vez más finitos y había algo en mis orejas que me hacía blublu y el papá de M. que era el que dibujaba monigotes a la hora de la merienda pero que no era él aunque pareciera dormido pero yo nunca lo había visto dormido y las manos flacas que ya no agarraban un lápiz de punta de cera sino que se agarraban entre sí sobre el pecho y yo y yo y yo.
Ya no importó si me cacareaban, salí de ahí caminando derechita y me fuí a la vereda. La maestra después me retó porque salí sin permiso, pero era como era muy complicado explicarle me aguanté el reto y las risas de mis compañeros. Después en mi casa mi mamá me preguntó todotodotodo como siempre y a la noche dormí por primera vez boca abajo. Aún hoy trato de dormir siempre en cualquier posición menos boca arriba, y si por alguna razón me duermo así seguro que en mitad de la noche me despierto con pesadillas o sueños feos.

Después de eso tuve otros muertos, algunos más importantes y otros menos, algunos jóvenes y otros viejos, algunos parientes y otros solo conocidos, algunos de muerte accidental y otros de lentas agonías. A muchos de esos velatorios asístí, pero generalmente no me acerco mucho al cajón. Hasta el domingo 1 de febrero.
La que murió fue la abuela de mi cuñado. Doña Amelia era una señora muy elegante y grande (82 años), viuda y coqueta, vivía en la iglesia. Era la típica señora mayor que uno ve en las iglesias limpiando los altares, planchando los trajes del sacerdote, preparando la jarra con el agua para los bautismos, controlando las limosneras, zurciendo los trajes de los santos y eso. A pesar de eso no era muy rompecocos con el tema religioso, uno podía sentarse y hablar de cualquier cosa con ella, desde política hasta recetas para la tos. El sábado doña Amelia fue a la misa de la tarde (como siempre) y el domingo a la mañana amaneció muerta en su cama en su departamento donde vivió sola y sin compañía por muchos años.
La encontró uno de los hijos que la iba a invitar a almorzar, doña Amelia estaba acostada en su cama, dormida y tranquila.
Y dormida y tranquila parecía adentro del cajón cuando yo me acerqué para verla. Serena. Eso, serena. Y a mí la habitación no me dio vueltas y vueltas, y las orejas no me hicieron blublu, y no tuve que salir corriendo a la vereda.

Después de ese domingo fue que a mí me atacó la tristeza. Y supongo que está bien. Que es lógico. Que es entendible. Así que agarré hojas y una fibra verde y escribí todo eso que está un cacho más arriba. Y lloré hasta que se me hincharon los ojos y hasta que me lavé la tristeza. Después el viernes me fui a Monte Hermoso y conseguí que el mar y el viento me lavaran la cara. Y ahora ya estoy tranqui otra vez.
Aunque siga sin poder dormir boca arriba.

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