Hoy a la mañana se cayó en mi cabeza un papel del archivo. Pero no del archivo cercano, de aquel de hace como veinte años. Un recuerdo lleno de A. A., el que no veo desde que se fue a estudiar medicina. A., el cráneo del curso que siempre supimos que estaba marcado para lo bueno. A., el eterno petiso calentón, buen tipo y buen mozo en dosis imposibles de resistir.
Me acordé de esa noche en la que después de estar en el departamento de S. hasta la madrugada, me acompañaste hasta la puerta de mi casa, aunque yo vivía en el otro extremo de la ciudad y a cincuentitantas cuadras de la tuya. Yo usaba minifalda en ese entonces y como era diciembre no llevé ningún abrigo. Vos tenías una campera de jean que cuidabas como si fuera de platino, nunca quisiste prestarsela a nadie. Pero esa madrugada te la sacaste después de tres calles y me la diste sin preguntarme nada. Cuando me la puse lo que más me gustó fue que ya estaba tibia, venía llena de tu calor y de tu olor. Caminabamos por el medio del asfalto, total a esa hora ya no pasaba nadie, hablando pavadas y mirandonos de costadito. Cuando llegamos a mi casa nos quedamos parados sin saber qué hacer. Cuando te fuiste a despedir casicasi me diste un beso en la boca. Nunca había sentido tanto frío hasta entonces en mi vida, como esa noche cuando tu campera me dejó de abrazar.
Siempre me gustaste A., desde que te conocí en primer grado. Yo ni sé si vos algua vez te enteraste, pero bueno, eso, que hoy tenía frío caminando al sol, y vino tu campera a abrigarme como esa noche.
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