lunes, 10 de noviembre de 2003

Si pudiera pondría aquí lo siguiente:
el ruido de las ranas aquella noche de verano;
los picotazos de las gallinas entre mis piernas cuando buscábamos huevos;
el olor a bosta fresca que había siempre en los corrales;
los gritos de terror de los lechones cuando P. los corría;
los pelos de la yegua colorada enredados entre mis dedos;
cuando los girasoles eran mucho más altos que yo;
el aburrimiento cuando llovía;
las masitas de manteca y chocolate que mi prima me enseñó a hacer;
buscar choclitos bebé entre los maizales para hacer pickles con la tía;
gritarles lerolerolerolero a los pavos y esperar que respondieran para reirnos de lo pavos que eran;
acostarnos en el pasto a la noche para descubrir satélites pasar;
la quemadura que me hice en la cocina económica por jugar a la mancha;
el olor de las sábanas y el picor de las frazadas;
las tardes de calor en la pelopincho con agua de pozo;
las sacudidas del tractor cuando nos llevaban de la tranquera al galpón;
el miedo cuando el Lobo ladraba a la madrugada.

Y por supuesto no tendrían que faltar el gustito de las berenjenas en escabeche, de la oreja de chancho; de la ubre de vaca; del mate amargo con yuyitos; del té de orégano para el resfrío; del fernet o la hesperidina del abuelo cuando me dolía la panza; de las verduras que yo había cortado a la mañana con el cuchillito filoso; de los huevos con la yema naranja; de los pancitos con matecocido y leche, de los pucheros de gallina con esas impresionantes patas asomadas de la olla y de las empanadas de carne con azúcar arriba.

Pero como no puedo poner acá nada de eso, entonces dejo el libro que originó el festejo del Día de la Tradición .


Y aunque este tiene ilustraciones de Castagnino, más lindo era el de mi tío, grandote y lleno de dibujos, con las tapas de cuero labrado y con un olorcito que daban ganas de dejar la nariz pegada a la tapa toda la tarde.

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