Siempre me pasa lo mismo en esta ciudad. Esa sensación de que sí, podría adaptarme; sí podría caminar todos los días saltando caca de perro y mirando balcones ajenos; sí, podría reirme y llorar sin miedo aquí. Sentir que a lo mejor la ciudad y yo en alguna otra vida hemos crecido juntas. Saber, tener esa casi certeza de que parte de mi persona está escondida debajo de alguna vereda o colgada en algún pasamanos.
Deja vú de inconciencia, de pertenencia, de olores, de ruidos, de esquinas.
Ah, porque las esquinas es todo un tema conmigo. Hay esquinas que me ponen la piel así... así... ni se como explicarte lo que es "así" pero me pasa en algunas esquinas, no en todas. Y es casi como si alguien en algún momento fuera a aparecer corriendo y gritando mi nombre, que no sería Mariana claro, porque no es a mí pero sí, es a mí, porque esa que llama ese que corre soy yo. Y ponele que me gritara Francisco, qué se yo. Y yo, esta yo que soy ahora sabría que no me llamo Francicsco ni Daniel ni Martina, pero igual me daría vuelta al llamado y reconocería al dueño del grito, y después de darle un beso o un abrazo nos iríamos tan contentos a tomarnos cafes dobles sin azúcar.
Y eso.
Debe ser el agua de Buenos Aires que hace que el café de alguna manera despierte partículas primordiales de memoria. De memorias inventadas, con frufrú de vestidos lindos y calles de tierra infectas...
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