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Todavía me acuerdo de mi tía Laura, la rosarina, que la primera vez que vino de visita tuvo la desgracia de conocer la sirena en una madrugada de verano.
Ninguno en casa se acordó de explicarle que existía tal cosa como un aullido enorme que se prolonga por cerca de un minuto y medio. La cosa es que se despertó y se asustó tanto que se vistió, agarró su cartera con los documentos y se sentó en la cama a esperar que le dijeramos qué tenía que hacer. Nosotros, vecinos del barrio de la sirena, ya estamos con los oídos tan anestesiados que aún en el silencio de la noche no registramos nada y seguimos durmiendo a pata suelta. Mi tía finalmente se quedó dormida sentada en la cama, con la cartera en la mano y los zapatos en la panza, lista para pegar el salto y evacuar.
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