Hoy en el blog de Horacio me encontré con una historia fechada en 1993. Habla de un profe de música , de una fiesta de fin de año y de una banda de alumnos tocando canciones llenas de bronca, rabia y violencia. Me quedo con una frase que sigue siendo aplicable (aunque bastante más espesa) 10 años más tarde: La rabia de una edad en la que no podemos comprender a nadie, ni a nosotros mismos.
Todos los que trabajamos con adolescentes sentimos de una u otra forma esa rabia que llevan los pibes impregnada en la piel. Claro que la mayoría tiene miedo y no se anima, como hiciste vos Horacio, a sentarse y hablar. Y se escudan en que tienen miedo de la violencia física o verbal que ejercen los chicos, que se insultan, se perforan, se golpean y se llevan el mundo por delante y correte vieja de mierda porque te piso.
Pero no se dan cuenta que el miedo es otro. El miedo es haber estado ahí donde están los chicos ahora, haberse prometido cambiar un poco esta podredumbre y no haber conseguido nada, o peor: no haber intentado nada. El miedo a mirar su propio pasado y descubrir que en aquel tiempo eran íntegros, tenían proyectos y estaban asqueados del tiempo que les tocaba vivir.
Como ese que quiso ser ingeniero en construcciones y diseñar puentes, pero que ahora está dando clases de dibujo técnico y de física de los materiales en el industrial. Como esa que quiso ser bioquímica y estudió biología molecular como un posgrado con posibilidades de investigación antes de casarse y ahora está dando química y educación para la salud en el nacional. Como ese que quiso ser ingeniero industrial y soñaba con trabajar para Unilever y terminó dando tecnología y organización industrial en el comercial. Y como tantos y tantos que dejaron de ser lo que querían ser y entraron a un terciario rapidito porque maestros nunca faltan. Los mismos que un día dejaron de ir a las reuniones de ex-alumnos porque la cara no le daba para presentarse adelante de sus compañeros de la secundaria y mostrarles que se había convertido en un parásito más del sistema que tanto habían destrozado. Y aunque siempre hay gente rescatable, no todos, no TODOS, son como Horacio: capaces de sentarse a hablar con seriedad para negociar las reglas de juego. No, no, no. Es más simple y sencillo quejarse boca suelta, llenar de culpas a los padres o al estado o a la sociedad.
Mientras tanto los chicos están ahí. Masticando cactus por no tener un espejo para mirarse en el futuro, por encontrarse con las puertas cerradas aún antes de que ellos lleguen al picaporte, por el veneno de saber, saber casi con certeza que no van a poder cambiar al mundo, no van a poder adaptarlo a sus gustos sino que ellos tendrán que ser los que se adapten, por encontrarse con padres que quieren jugar a seguir siendo siempre jóvenes (como si por usar la misma ropa o usar el mismo slang pudieran recuperar una parte de ese himen espiritual enterito que tenían hace 10/15/20 años atrás). Y si mastican cactus no les queda otra que escupir espinas.
Es muchísimo más fácil mostrar las espinas que escupen los pibes que encontrar las flores que traen escondidas. Es muchísimo más fácil sonreír cínicamente y decir entre dientes: "dejalos, ya van a crecer como crecimos todos..."
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