No me gusta que las cosas de mi infancia se hayan encogido.
Porque no es que yo crecí, no, no, no.
No me vengan con esas extrapolaciones matemáticas que dicen que es porque en tu memoria quedó la referencia de tamaño de los objetos respecto a tu cuerpo infantil de hace (ay mi madre) 25/30 años atrás. No es eso.
Las cosas se encogieron, se tomaron la vieja pastilla de chiquitolina del Chapulín y se hicieron chiquitas.
Porque esa higuera que me raspaba las manos y me pelaba las rodillas era gigantesca y siempre usaba un banquito para poder llegar a la primera rama. Y el poste que sostenía el alambre de colgar la ropa era altísimo. Es más, ese gallinero no es el mismo que tenía mi abuelo cuando yo iba a su casa a comer puchero. No, cómo va a ser ESE el gallinero enoooorme lleno de gallinas coloradas que me picoteaban las zapatillas cuando entrabamos a ponerles maíz. Es imposible, si yo podía caminar parada derechita ahí adentro. Y hasta podía correr, como cuando el gallo verde me asustó y me quizo pelear.
No má, esta no es la casa del abuelo, así que si querés vendela tranquila.
Eso sí, dejame un ratito acá. Sí, sí, acá nomás. Es que quiero sentir la sombra del almendro por última vez.
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