Siempre me gustó la plastilina.
Nunca logré sacar una figurita medianamente potable, salvo choricitos laaaaaaargos y caracoles tontos; supongo que porque me faltó alguien que supiera de arte para que apreciera lo que escondían atrás esas figuritas tan distintas a las que hacían mis compañeros de la escuela.
Lo que me gustaba de la plastilina era que se iba haciendo más y más blandita a medida que la movía entre mis manos. Con mi calor lograba que ese rectángulo duro y frío que estaba envuelto en el celofán se acomodara a la forma de mis dedos. Paciencia y manos en movimiento, era lo único que hacía falta. Las plastilinas más berretas te dejaban el color pegado a la mano y un olor a frío y plástico y humedad escondido abajo de las uñas.
Me gustaba hacer bolitas y aplastarlas con fuerza, mirar después esos círculos y descubrir mis huelas dactilares metidas ahí adento como si fueran laberintos para alfileres. Trataba de calcular el diámetro exacto de la bolita para que todo mi dedo entrara, para que todo mi dedo quedara impreso. A veces aplastaba las bolitas entre dos dedos y cerrando los ojos la dejaba caer a la mesa, entonces llevaba mi ojo lo más cerca de la superficie para identificar a qué dedo correspondía esa huella que estaba ahí, era el índice izquierdo o el anular derecho?
Me gustaba armar cilindros y apretarlos fuertefuertefuerte para que la plastilina tomara la forma del interior de mi puño, sentir que la masa se metía en los huecos entre mis dedos, que dibujaba una copia perfecta de mi bronca encerrada en manos de nena que escha discutir poniendo cara de aquinopasanadaseñoreslavidaesasinormaleigualentodaslascasas.
Me gustaba armar todas las pavadas que nos proponía la maestra idiota de cuarto grado (hoy directora de la escuela de mi hija), combinar los colores, pegarle rayitos finiiiitos al sol, recortar con la tijerita la plastilina verde, haciendo flequitos que simularan el pasto, modelar a mi mamá, modelar a mi papá, modelarme a mí.
Pero lo que más más me gustaba de trabajar con plastilina en la escuela era desarmar en casa esos trabajos espantosos. Juntar todos y cada uno de los pedacitos de plastilina y mezclarlos en una sola bola. Al principio se veían vetas de los colores: acá hay un poco de verde, esto que se ve es el rojo que usé para el vestido, mirá ese azul es el que usé para el pantalón de papá. Y de a poco la masa iba haciéndose única, todo tomaba un color marrón espantoso y uniforme, pero no importaba por donde cortaras la plastilina, todo estaba amalgamado, siendo una única cosa. Muchas veces tuve ganas de llevarle esa bola a mi mamá o a la maestra para mostrársela y decirle: ves, esto tendría que ser la imagen de mi familia, así es como me gustaría representarlos a todos, a vos má, a vos pá, a los tíos, a los abuelos, a los otros abuelos que nunca pude conocer porque se murieron antes, a los primos, al hermano que siempre pedí y nunca llegó, y a mí; sobre todo a mí, siendo parte, sabiendo que mis colores y mi masa está ahí adentro.
Pero claro, uno en cuarto grado no tiene mucha idea de cómo decir las cosas. A veces no tiene ni idea cómo decirlas a los 34...
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