Un pequeño suspiro del viento le trajo la presencia de Gustavo antes que el ojo rojo de su infaltable Camel llegara a su lado.
El mar rumoreaba amores cetáceos y algas podridas, pero solamente se alcanzaba a ver la espuma fosforecente rugiendo bajo el acantilado.
Marisa apretó con fuerza el chal de lana y el olor de la leña quemada en el fogón junto a sus compañeros de curso la asqueó de furia. Sentía las mejillas ardiendo por culpa del sol de la tarde, por culpa de esa caminata llena de palabras, por culpa de la presencia silenciosa de Gustavo que fumaba con minuciosa lentitud.
Ella no necesitó mirarlo para adivinar su expresión sombría. Los ojos negros de noche, la barba pidiéndole, rogándole que hundiera allí su nariz, la boca convertida en una puñalada, toda su estatura desplegada frente a ese océano que los había unido tres meses atrás y que ahora se reía sin piedad y sin retorno.
Gustavo terminó de fumar y pisó con rabia la colilla, tratando de apagar cualquier rastro de fuego. Después guardó las manos en los bolsillos del anorak para evitar el frío del viento, para evitar hundirlas en el pelo enmadejado de Marisa, para evitar la tentación de ese abrazo que no podía ser.
Él no necesitó mirarla para comprender la ausencia de lágrimas. Sus ojos tristes, su boca pidiéndole, rogándole que la buceara, su piel encendida de sol, sus brazos envolviendo la lana a su cuerpo como queriendo aislarse de esa noche que marcaba el final de lo que no había comenzado.
Una voz del grupo los llamó a los gritos desde el fogón. "Venís?", preguntó él sin moverse. "Enseguida", dijo ella muy quieta. Y una gaviota desvelada voló sobre sus cabezas, dejando caer la carcajada del mar.
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